Hace un tiempo me preguntaron ¿qué hace realmente un coach ontológico en un proceso de transformación? Una imagen que siempre me ayuda a explicarlo es la de un túnel. El coaching se parece a ese pasaje que alguien decide atravesar cuando hay algo que ya no quiere sostener o una nueva posibilidad que empieza a asomar.
El cliente entra con una pregunta, una incomodidad, una sensación de estar detenida o desalineada. Y si decide caminar ese trayecto, algo cambia. A veces es claridad. Otras veces, una pequeña acción. Una nueva perspectiva. Un alivio. Un punto de partida.
Pero el coach no es quien da respuestas, ni empuja, ni marca la dirección. No le dice al cliente qué tiene que hacer ni cómo. Tampoco se mete en su mundo interno. Entonces, ¿qué hace?
Crea un marco de trabajo claro, confiable. Ofrece presencia, atención genuina, escucha sin juicio. Contiene el proceso sin intervenir en su contenido. Como una estructura firme pero discreta, está para que eso que necesita suceder, pueda desplegarse.
En este sentido, el coach funciona como un catalizador: alguien que facilita el movimiento sin forzarlo. Que no transforma, pero hace posible que la transformación ocurra. Que no cambia, pero permite que algo cambie.
Y eso es lo más valioso: en el coaching no hay transferencia ni imposición. Hay acompañamiento, claridad y respeto.
El resultado siempre le pertenece al cliente. Y también el mérito. Porque es él quien atraviesa el túnel y elige —a su modo y a su ritmo— dar un paso más allá de donde estaba.
El coach no ocupa el centro. Está ahí, sí. Pero para que el otro pueda ocupar el suyo.